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Revista Veintitantos

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Una clase magistral

Una clase magistral

Que cumplió mi fantasía.

28/06/2018 | Autor: Karla Peckerman
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Los hombres prohibidos, esos que deseas tanto y no puedes tener, que te ponen la piel chinita y la tanga mojada se han presentado en mi vida más de una vez. 
 
Uno de ellos fue Santiago, mi ardiente profesor de Fotoperiodismo, un tipo que no pasaba del 1.70, delgado, pero con unos brazos que seguro aguantan un 'cero gravedad', una barba oscura y abundante (sí tengo una terrible debilidad y excitación por las barbas) y además,  poseedor de una mirada intensa y desnudante, o quizá eso sólo yo lo percibía... 
 
Todo empezó el jueves de la semana pasada, en clase, recuerdo perfectamente que yo llevaba una falda ceñida a las caderas, el culo y las piernas, un playera negra y unas exageradas ganas de verlo e imaginar cómo se sentiría tenerle bien cerca y con una mano en mi vagina. Para no variar llegué tarde a clase, toqué la puerta, abrí y le pregunté si podía pasar, vi claramente una ligera sonrisa dibujada en su cara y me dijo: adelante, más tarde supe que ese “adelante” no sólo era para entrar al salón.
 
Me gusta sentarme hasta adelante en su clase porque puedo verlo directamente a los ojos y puedo mirar perfectamente su paquetote marcándose a través de su pantalón cuando se sienta en el escritorio y sube una pierna y este día no fue la excepción. Entré lo más discreta que pude y me senté en mi silla favorita, justo delante de su 'compañero'.
 
La clase seguro fue muy interesante pero no tanto como saborearme a ese hombre en mi cabeza, al terminar la sesión algo me detenía ahí, en esa silla frente a él, algo me decía que debía esperar, así que hice tiempo y esperé hasta que quedamos solo él y yo. Era mi oportunidad de borrar a ese vato de mi lista de 'Los cogibles que no me puedo chingar' (las morras suelen tener listas para todo, yo soy morra y tengo una lista de hombres que me quiero tirar) así que me levanté de la silla, él volteó a verme, me acerqué al escritorio y le pregunté sobre algo que alcancé a escuchar y apunté en clase, coloqué mi libreta encima de la mesa, me paré a su lado y me empiné un poco, esperando que hubiera una reacción en él que me indicara el siguiente paso. Santiago comenzó a responder mi pregunta, echó el cuerpo hacia atrás recargándose en el respaldo de la silla y clavó su lujuriosa mirada en mis nalgas, eso me estaba excitando demasiado, pero era la señal que esperaba; me la jugué y le pregunté, sin voltear a verlo: ¿te gusta lo que ves? Él soltó una risa burlona y tímida, me puso su mano en el trasero, lo apretó y dijo: “me encanta” Eso era suficiente para mí y mis fantasías pero mis impulsos me llevaron a sentarme en sus piernas, le metí mi lengua en la boca, tomé su mano y la puse bajo mi playera, justo sobre mi pezón, acaricié su pene sobre el ajustado tiro de su pantalón y sentí como poco a poco este amigo empezaba a engrosarse y ponerse muy duro. Le pregunté si podía verlo y chuparlo, Santiago nuevamente respondió: “adelante”.
 
Saqué su pene erecto del pantalón y era justo como la imaginé, la apreté duro con mi mano y empecé a jalársela, arriba y abajo, lento pero firme, me le quité de encima, bajé entre sus piernas, las separé y metí su pene en mi boca, apenas si me cabía pero eso a él no le importó pues me tomó de la cabeza y la presionaba contra su pelvis, provocando que 'el cabeza de soldado' tocara mi campanilla. Era delicioso, escuché pequeños gemidos que salían de su boca con cada chupada; de repente me levantó, subió mi ajustada falda hasta mi cintura, me sentó sobre el escritorio, abrió mis piernas, hizo de lado el pequeño triángulo de encaje que cubría mi vagina y 'se bajó por agua al río'. Su húmeda lengua iba del monte de Venus a la entrada del hoyo de la gloria, mis labios se hinchaban y empecé a jadear, cuando recordé que estaba cogiendo en el salón de clase, alguien podía entrar, aunque al final eso era lo que menos importante, pues ese hombre hacía los mejores blow jobs. 
 
En definitiva, ser consiente de la situación tan peligrosa me puso más caliente, tomé su cabeza y la apreté en mi vagina, su barba le daba ese toque rasposo y sucio, la excitación era demasiada, estaba a punto de venirme y él lo sabía, paró sin avisarme, me bajó del escritorio, me volteo, subió mi playera y bra, dejando descubiertos mis erectos pezones para poder pellizcarlos y llenarlos con saliva, me inclinó sobre el escritorio, bajó la tanga de encaje hasta las rodillas, sacó un condón de la bolsa de su pantalón, lo colocó veloz en su duro amigo y me lo metió todo de una sola embestida. Di un fuerte gemido y me tapó la boca con su mano, me cogía con toda la fuerza que tenía, me metía su pene duro y rápido como si quisiera partirme por la mitad, quitó su mano de mi boca y me tomó del cabello, jalándolo mientras seguía dándome duro, cuando de pronto ¡PUM! Una nalgada me hizo gritar de nuevo, estaba demasiado caliente y le dije con la voz entre cortada y jadeante: “¡me voy a venir!” No sólo lo dije, lo hice, mejor dicho, lo hicimos.
 
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