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Revista Veintitantos

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Un maestro del deseo

Un maestro del deseo

Lo metí TODO EN MI BOCA, hasta que mis labios tocaron sus testículos y la punta rozó el inicio de mi garganta.
06/09/2018 | Autor: @GabyMireles
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Mis otros compañeros de la universidad, que habían asistido a la reunión en su casa, ya se habían ido. Yo le mentí a mi mamá, le dije que me quedaría a dormir en casa de una amiga, cuando en realidad seguía tentando al destino.
 
12 cervezas y 4 shots después, cambiamos el patio por la sala de su casa, nos acomodamos en el sillón que seguramente había comprado con su esposa, también profesora de mi carrera y que en ese momento estaba en Europa por un semestre. Pero ella no tenía nada de qué preocuparse, porque yo estaba dispuesta a cuidar bien de su esposo en su ausencia.
 
Desde la compu sonaba una balada de Caifanes, su grupo favorito. Se escuchaba a todo volumen, lo que era el pretexto perfecto para que él se inclinara peligrosamente a mi oído. Su aliento cálido me rozó la oreja, su mano en mi muslo, mi entrepierna mojada... Cuando se escuchó el coro de la canción, él se envalentonó y me robó un largo beso. En el salón de clases siempre me imaginé cómo sería besar esa boca grande y carnosa. Sus labios cubrieron por completo los míos y su lengua se encontró de inmediato con la mía.
Con su boca empapada de mi saliva y la suya, comenzó a recorrer mi mejilla, coqueteando con mi oreja y estacionándose en mi cuello, besándolo lentamente.
 
Se sorprendió al sentir mi mano en su muslo, lo noté porque se sacudió en su asiento, interrumpió los besos y me miró con sus enormes ojos negros. Supongo que no se imaginaba que la alumna aplicada, la que siempre levantaba la mano en la clase, estuviera ávida de abrir su pantalón y estudiar a fondo con su profesor. Entonces, tal vez probando qué tan lejos estaba dispuesta a llegar, comenzó a desabotonar tímidamente mi blusa; negra y transparente, la cual había elegido con detenimiento, estratégicamente para seducirlo esa noche.
 
“¿Puedo?”, preguntó, como quien pide permiso pero ya sabe la respuesta. Con la blusa a medio abrir, se asomó a mi bra y eso fue  suficiente para que su entrepierna se abultara en un segundo. Yo seguía acariciándola y presionándola para sentir la forma que ahí se escondía. Hundió su cara entre mis senos y se ahogó en ellos, besándolos eufórico. “¡Son enormes! Estás deliciosa”, dijo mientras los lamía y los sacaba con torpez de mi brasier. Los tomó entre sus manos y apretó fuertemente, se notaba que los pechos lo volvían loco.
 
Yo estaba coqueteando con la idea de bajar el zíper de su pantalón cuando me levantó del sillón con fuerza y empujó sobre la pared. Bajó mis jeans y mi tanga de un jalón, se puso de rodillas, abrió mis piernas, sentí su lengua penetrando mi vagina. La recorrió completa, desde mi clítoris en el norte, hasta mis labios en el sur. La mojó con esos labios que le pertenecían a alguien más, pero que en ese momento me hacían gemir como nunca nadie lo había hecho. Tal vez era el peligro que envolvía nuestro encuentro o el delicioso remordimiento de tener su lengua entre mis piernas, mientras la foto de su esposa nos veía pecar en su propia sala y yo me acercaba cada vez más al clímax. Tras tantas lamidas, mis gemidos se volvieron alaridos de placer.
 
Sentí cómo mi clítoris se hinchaba con cada roce, cómo lo apretaba intensamente con sus labios. Levantó los brazos y bajó mi bra para tomar mis senos con sus manos. Su lengua saboreó mi vagina hasta que mi clítoris no pudo más y reventó en un orgasmo. Se levantó con la boca empapada, me tomó de la mano y nos dirigimos a la recámara.
 
Desde mi lugar en su cama matrimonial, podía ver, otra vez, el rostro de su esposa en una foto en blanco y negro sobre el buró. Pero eso, en vez de asustarme, me calentaba aún más. Saber que esta era una oportunidad única, de tiempo limitado, resultaba deliciosamente excitante y seductor. Este hombre no estaba disponible, pero esa noche lo tenía sólo para mí. Se quitó la playera y yo aventé la mía al suelo.
 
Acostados uno al lado del otro, comenzó a besarme de nuevo. Mi mano una vez más, exploraba su entrepierna por encima de sus jeans, hasta que él se decidió y sacó su miembro. ¿Lo quieres besar?”, preguntó. Sin darme la oportunidad de responder, empujó mi cabeza hacia su pene. Mojé mis labios y besé sólo la punta. Sus gemidos subían de volumen al mismo tiempo en que yo abría la boca poco a poco, para llenarla cada vez más con su miembro totalmente tieso. Lo recorrí de arriba a abajo con la punta de la lengua, asegurándome de cubrirlo con mi saliva y acostumbrándome a su sabor. Identificaba las venas con mis labios, sin siquiera verlas. Lo metí todo en mi boca, hasta que mis labios tocaron sus testículos y la punta rozó el inicio de mi garganta. Me ahogué un poco y
él soltó un gemido grave. En cuanto lo saqué de mi boca, Santiago se incorporó, me tumbó en el colchón y se derramó sobre mis senos, dejando manchas blancas en mi brasier negro. Fui al baño a limpiarme el pecho, pensando que la fantasía había llegado a su fin, pero lo prohibido hizo del encuentro un manjar irresistible y Santiago no tardó ni dos minutos en recuperarse. Abrió la puerta del baño y me encontró inclinada sobre el lavabo, revisando mi reflejo. Sin cruzar una palabra, sin pedir permiso, tomó mi cintura para empinarme aún más, con sus manos abrió mis nalgas y me embistió salvajemente. Lo hizo con tal fuerza que sentí cómo me
perdía en un remolino de puro placer. Mientras yo gemía a gritos, su pene se introducía sin parar en mí, su mirada se clavó en el espejo, donde podía ver mis senos rebotando con cada movimiento suyo, lo que me pareció sumamente estimulante y provocativo. Puso sus manos sobre ellos y con los dedos índice y pulgar pellizcó mis pezones. Sentí cómo mi vagina empezó a escurrir. Dejó una mano en un seno, la otra descendió para revisar qué sucedía en mi entrepierna. Comenzó a jugar con mi clítoris y, mientras movía sus dedos con rapidez, yo escuchaba a mi vagina salpicar. Aceleró el ritmo. Apretó mis bubis, dejando salir de un golpe todo su
líquido. Sentí cómo me llenaba, también sentí cómo, al sacar su pene, algunas gotas escurrieron entre mis piernas.
 
Nos quedamos inmóviles, recobrando la respiración. Con cuidado, recorrió lentamente mi cuerpo con sus manos, presionando ligeramente, como reclamando lo que acababa de conquistar. Besó suavemente mi cuello, ambos estábamos empapados de sudor, sentía cómo él seguía temblando del esfuerzo y del placer que acababa de experimentar.
 
Hace ya 4 años de ese encuentro. Su esposa regresó de España y, sin sospecha alguna, retomaron su vida donde la habían dejado. Yo me mudé a la Ciudad de México. Jamás volvimos a hablar de aquella madrugada. 
 
 
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