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La mujer del bar

“Comenzó a quitarse el vestido rojo que le marcaba sus exhuberantes curvas"

26/12/2018 | Autor: Anónimo
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Cansado de la rutina un hombre entró en un bar buscando una copa para relajarse del estrés del trabajo antes de llegar a casa.

Jamás consideró a la morena sentada sola en la barra, bebiendo un trago que no reconoció pero que le pareció gracioso por la pequeña sombrilla que adornaba su copa. No sabía con exactitud qué llamaba más su atención, si su negra cabellera que le invitaba a pasar los dedos entre ella, o preguntarle qué estaba tomando para escuchar su voz que, aunque no conocía, ya lo había hechizado.

Decidió que podía hacer ambas cosas: usaría la segunda como una excusa para probar su suerte y saber si sería capaz de llevar a cabo la primera. Lo único que ocupaba su mente era la firme convicción de que la chica hablara con él; por su cabeza no cruzó la idea de que ella estuviera esperando a alguien. Sus caminos estaban destinados a cruzarse y eso era lo que importaba. Resuelto, se acercó a la barra a pidir lo mismo que ella, incluso sin saber qué era. Se disculpó, le dijo que no sabía el nombre de la bebida pero que desde que puso un pie en el bar, su trago le llamó la atención y no se iba a ir sin probarlo.

Ella rió sin decir ni una palabra, expresando con la mirada que sabía el impacto que su trago tenía en los hombres.

El cóctel pasó a segundo plano, hablaron de muchas cosas, como si se conocieran. La plática duró tanto, que sin darse cuenta los dedos de él ya se pasaban entre sus negros cabellos. Ella le insinuó que debían ir a un lugar más tranquilo para ‘conocerse’ mejor, él captó el mensaje, pagó las bebidas y le tendió el brazo para retirarse del lugar.

“¿A dónde te gustaría ir?”, preguntó él. “A donde quieras llevarme”, fue la respuesta que ambos esperaban. A unos metros del bar, el anuncio de un hotel brillaba como a sabiendas de que esa pareja lo buscaba.

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Entraron, él estaba nervioso, sentía como si fuera la primera vez que iba a un motel, aunque a lo largo de su vida lo había hecho con distintas mujeres. Sin embargo, ella era diferente: una mezcla de la ternura de su esposa con la iniciativa de una prostituta, sabía lo que quería, eso lo prendía. Al llegar a la habitación se pusieron cómodos, se sentaron en la cama, por un instante pareció que ella se arrepentía de estar ahí con él. De pronto, se volvió de frente, lo tomó por las mejillas para besarlo tan apasionadamente que ambos supieron que estaban en el sitio y momento indicados, dejando atrás su presente, sus problemas cotidianos, su familia...

Ella se puso de pie, comenzó a quitarse el entallado vestido rojo que marcaba sus exuberantes curvas. Él, sentado en la cama, la tomó por la cintura para besar su abdomen, pasó sus manos por su espalda, bajando hasta sus nalgas, apretándolas para atraerla contra su cuerpo. La guapa chica fue bajando poco a poco hasta quedar hincada frente a él, desabrochó su pantalón, sacó su miembro con delicadeza, lo miró a los ojos y lo introdujo en su boca, succionando la punta para estimularlo con la lengua mientras él se recostaba para disfrutar del momento.

La mujer que comenzaba a considerar como el ser más perfecto, lamía y tocaba su pene a una velocidad contra la que tenía que luchar para no venirse demasiado pronto. De repente, se detuvo. Subió poco a poco viéndolo a los ojos hasta que lo hizo cerrarlos con un apasionado beso montándose sobre él como una vaquera. Hizo a un lado su panti y permitió que él la penetrara lentamente, al ritmo que ella quisiera bajar por su pene; en tanto ese hombre de negocios, estresado y cansado, se sentía lleno de vida, de vitalidad para poder tomar sus pechos y apretarlos de manera que ella se excitara, aumentando así el libido de ambos de una manera que nunca antes habían experimentado.

La sintió, se sintió dentro de ella, juraba que cada milímetro de su pene reconocía su interior. La tomó por la cintura para moverla lento, de adelante hacia atrás. Por su parte, ella lo sujetó firmemente del pecho con la yema de los dedos.

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Disfrutaba del roce de su clítoris con el cuerpo de su más reciente conquista. No había manera de saber cómo, pero ambos encontraron el ritmo perfecto para los dos. Mientras la besaba desabrochó su bra para poder chupar sus pezones, los cuales ya estaban duros de excitación.

Bajó por su vientre, hasta llegar a su vagina, misma que comenzó a lengüetear, pensando que nunca lo había hecho y lo mucho que lo estaba disfrutando, preguntándose por qué no lo había intentando antes con su mujer, por ejemplo. Al cabo de unos minutos, en que su lengua se divertía dentro y fuera de ella, la morena le rogó que la penetrara; él la volteó jalando su cadera hacía él, metiéndole su pene por detrás, tomado firmemente sus nalgas para marcar el ritmo, pendiente de que ella estuviera disfrutando tanto como él lo hacía.

Las embestidas aumentaron su intensidad, él tuvo que detenerse unos segundos para no terminar, lo último que quería era defraudar a una mujer como ella. Tomó su larga y brillosa melena negra con la mano derecha, con la izquierda seguía disfrutando de su trasero, de esa cadera que se movía como ninguna otra pero que, claramente, parecía conocer. La emoción que lo embargaba era incontenible, lo único que pasaba por su mente era no venirse hasta que ella lo hiciera, moría de ganas de que sucediera al mismo tiempo, pero le avergonzaba pedírselo. Ella gemía de placer mientras estimulaba su clítoris y de vez en cuando los testículos de él con su mano; su otra mano se aferraba a la sábana.

Le empezaron a flaquear las piernas, sentía que se le doblaban, su cuerpo sufría pequeñas pero placenteras contracciones que la hacían ver el cielo. Aquél hombre sintió la vagina de la mujer presionar su pene con fuerza, decidió dejarse llevar, disfrutando de un instante de paraíso con ella.

Cayó boca abajo en la cama, él se recostó encima, abrazando su cintura. Se acurrucaron un par de minutos, sin recordar que eran dos desconocidos en un cuarto de hotel. La morena pareció ser la primera en recordar que debía llegar a casa, de volver a la realidad.

Se levantó, fue al baño, se vistió y le pidió que la llevara a casa.

Él, más a fuerza que de ganas, se vistió, le abrió la puerta y ambos se dirigieron al auto, pensando si sería la primera y última vez que se verían de esa manera, pero ninguno tuvo el valor de preguntarle al otro. El camino a casa fue en total silencio, un silencio reflexivo sobre lo que acababa de pasar. Ella le dio indicaciones, al estacionarse frente a la puerta de su casa, caballerosamente le abrió la puerta, la besó en la frente y le dijo: “Feliz aniversario, amor”.

 

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