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Revista Veintitantos

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Al vecino...

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Dejamos de besarnos y nos miramos casi hipnóticamente, sin dejar de tocarnos...

15/11/2018 | Autor: Valeria Rodríguez
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El elevador estaba a punto de cerrarse cuando la mano de Saúl detuvo la puerta para detenerlo.
No pude evitar sonreír ni ponerme un poco nerviosa al verme atrapada por unos instantes con el vecino más guapo del edificio. Llevaba dos años de conocerlo pero me sentía demasiado nerviosa cerca de él así que huía de sus charlas –la mayoría picantes– en cuanto podía.
Una vez, yo traía unas bolsas enormes del súper y justo cuando se me estaba resbalando una bolsa, apareció Saúl dispuesto a rescatarme.
En la maniobra, me quedé parada a unos centímetros frente a él y no pude evitar verle el trasero mientras se agachaba, me quedé tan embobada que no me dio tiempo de reaccionar y dar un paso atrás. Recuerdo que pensé: “justo como me gustan”.
Cuando Saúl levantaba la bolsa, sus ojos -a decir verdad todo su rostro- me recorrió desde la rodilla hasta el cuello sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo.
Indefensa, vi cómo su mirada se detenía en mis senos. En cuanto llegó a mi cara yo estaba sonrojada por la forma en que me vio y lo que yo había visto. No estaba segura si se habría dado cuenta de mi vistazo a sus nalgas.
Se hizo un silencio incómodo. Me había quedado sin voz y lo más que pude hacer fue sonreír y darle la espalda, torpemente trataba de alcanzar el resto de las bolsas. Llevaba una t-shirt, minifalda y tenis, mientras recogía las bolsas no me quitaba de la mente que ahora él pudiera estar viéndome el trasero, me resigné e intenté apurarme.
—Te ayudo, te ayudo-, trató de quitarme algunas bolsas más. En el elevador, sólo apretó el botón que señalaba el piso 4, el mío.
Muchas gracias por la ayuda, compré medio súper-, dije intentando que el momento bochornoso pasara ya.
No te apures, además a mí me gusta cargar…-, levantó la bolsa que llevaba en la mano derecha para ver el contenido, puso cara de contrariedad un momento pero enseguida dijo con maldad:
— Melones.
No pudimos evitar la carcajada. Ambos estábamos nuevamente avergonzados pero no podíamos salir huyendo, así que lo tomamos con humor. Me acompañó hasta mi cocina y enseguida en un tono de fingida solemnidad agregó:
— Fue un placer ayudarte con tus melones, se ven… bien escogidos, saludables… disfrútalos.
Volvimos a reír y desde entonces cada vez que nos encontrábamos nuestras pláticas eran en doble sentido, cada vez un poco más elevadas de tono.
Así comenzamos a coquetear. En presencia de otros vecinos nos las arreglábamos para que nuestras charlas parecieran inocentes o incoherentes.
Por eso no sabía si era una bendición o una tortura tenerlo ahí, para mí sola. Esta vez no dijo nada, se dedicó a observarme descaradamente intentando ponerme nerviosa. Yo le seguí el juego, coqueteándole en silencio, moviéndome en poco ante el espejo del ascensor. En cuanto éste se detuvo, dijo:
—Te invitó un café.
Las puertas se abrieron y antes de que pudiera darle una respuesta, ya me había tomado de la mano y empujado al pasillo.
—¿O no se te antoja?-, agregó mientras ponía su cara frente a la mía y sus manos ligeramente sobre mi cintura.
—Claro, precisamente venía pensando que se me antojaba uno rico y caliente.
No sabía de dónde había salido la frase pero me alegré que tuviera lógica en todos los sentidos.
Se dio la vuelta, abrió la puerta y me invitó a pasar. Durante un rato se dedicó aumentar la tensión sexual.
En lugar de café volvió enseguida con un par de cervezas, hablamos como una hora de trivialidades: trabajo, el edificio, los vecinos, etc., aparentemente las cosas se iban enfriando, mis nervios estaban pasando cuando de pronto dijo:
— Creo que estoy muy lejos-, se acercó peligrosamente. Sus manos chocaron “sin intención” con las mías, mientras trataba de acomodarlas en algún lugar. Me alegró notar que él también estaba tenso.
Por un momento me quedé mirando lo cerca que estábamos y disfrutando el roce de su mano con la mía, al levantar la vista me encontré con la suya acercándose para besarme. En minutos desahogamos todas las semanas que nos habíamos estado deseando. Recorrimos nuestro cuerpo por encima de la ropa con desesperación e insistencia, podía sentir cuán caliente estaba, su pene se sentía listo para penetrarme toda la noche.
Estábamos teniendo un faje delicioso, aunque me desconcertaba un poco que no avanzara; yo deseaba estar desnuda ante él y sentir esas caricias directamente sobre mi piel. De pronto tomó una de mis manos y la condujo entre sus pantalones. La piel de su pene era deliciosamente suave, se sentía viril y, en cuanto noté una ligera humedad, me dieron ganas de frotarlo contra todo mi cuerpo.
Saúl se concentró en disfrutar mis movimientos, casi mecánicamente me acariciaba los senos. Dejamos de besarnos y nos miramos casi hipnóticamente, sin dejar de tocarnos –ahora lentamente-.
El timbre nos sacó de nuestro trance, era uno de sus amigos esperándolo en la puerta del edificio para salir. La sorpresa fue tal que ambos nos desconcertamos de hasta donde había llegado nuestro juego. Así que mientras Saúl buscaba en su mente qué decirle a su amigo por el interfono, yo con señas le dije que me iba.
Y huí, mientras él decía que bajaba en 5 minutos.
No volví a saber de él durante toda una semana. Hasta que un día que llegaba del trabajo, llovía a cántaros, y yo no encontraba mis llaves. Totalmente empapada, torpemente abría mi bolso intentando que nada dentro se mojara y, a la vez, tratando de adivinar dónde demonios había puesto las llaves. Quizá tardé un minuto, pero cada segundo me pareció una eternidad. Estaba histérica.
De pronto, como un  ángel caído del cielo se apareció Saúl, abriéndome paso hacía el vestíbulo de nuestro edificio.
—Muchas gracias, no encontré mis llaves-, le dije tratando secarme aunque de antemano sabía que estaba totalmente empapada.
—Ya era el destino-, me dijo con una sonrisa mientras lentamente levantaba su mirada de mis pezones que se veían a través de mi blusa y mi bra mojados. Darme cuenta de eso, me prendió.
El elevador no servía. Nos dirigimos hacía las escaleras, tuve tiempo para detectar su loción, tenía un aroma exquisito que terminó de calentarme. No hablamos, pero sabíamos que ambos deseábamos terminar nuestro encuentro… al menos yo no dejaba de repetir en la mente: “quiero hacerlo, quiero hacerlo hoy”. 
Llegamos frente a su puerta y me di la vuelta para agradecerle la “salvada” y despedirme, pero adelantándose a mi despedida, Sául me invitó a pasar:
— ¿Por qué no buscas tus llaves adentro?-, dijo señalando su departamento.
— Cómo crees estoy empapadísima-, el doble sentido había comenzado de nuevo.
Sonrío. También lo había entendido así.
—No le encuentro nada de malo, si te invito a pasar es precisamente por eso-.
Abrió la puerta y entramos. Yo temblaba de frío. Me tomó de la mano y sin hablar nos dirigimos a su habitación.
–Necesito quitarme esto-, dije mirando mi ropa en cuanto estuvimos frente a la cama.
—Mejor date un baño, yo te acompaño, claro si tú quieres-.
Y sin darme tiempo de responder, nuevamente me condujo hasta el baño. Me dejé llevar. Me desnudó lentamente, abrió la regadera y me invitó a entrar. El agua era tibia. Cayó deliciosamente sobre mi cuerpo. Me sentía tan urgida que mientras lo miraba quitarse la ropa comencé a tocarme. Pude ver como su erección crecía viéndome.
Cuando entró al agua me dio un beso largo y empapado, sus manos buscaron mis senos, los recorrió con toda la palma y luego sus dedos índice y pulgar apretaron mis pezones por unos segundos. Su boca se deslizó hasta ahí y tras chuparlos, regresó a mi boca para que nuestros cuerpos quedarán lo más cerca posible.
Me tomó por la cintura hasta hacer que su miembro se frotara vigorosamente sobre mi pubis… una… dos… tres veces. Sus manos me recorrieron toda la espalda. Acarició mis glúteos, me recargó en la pared y me levantó hasta enredar mis muslos sobre su cintura.
Encajó su pene lentamente, un gemido se escapó de mi garganta. La sensación y el caer del agua me hicieron tener de inmediato un primer orgasmo. En el furor del éxtasis le ofrecí mis senos para que los chupara a su placer, tomé uno y se lo puse en la boca, lo paseé de un lado a otro; luego lo cambié por el otro, lo introduje casi todo en su boca, hizo presión simulando una mordida y así lo deslicé –sacándolo- hasta dejarle entre los dientes y los labios solamente el pezón.
Sus manos amasaban insistentemente mis glúteos. El placer era inmenso. Esa mezcla de sensaciones me provocaron una especie de cosquilleo desde el vientre hasta los pies, un ligero calor me invadió, desee que las penetraciones se hicieran más profundas así que comencé a impulsarme para lograrlo.
Saúl se esmeró en hacerme subir y bajar, cada vez más rápido. No me di cuenta del momento en que comencé a gemir, a gritar ahogadamente. Mi orgasmo era tan fuerte que golpeé la pared. Saúl también gemía. Aun cuando ambos terminamos, seguía penetrándome. Pasó un rato antes de que pudiéramos calmarnos.
Me bajó de su cintura y por un rato más dejamos que el agua tibia y nuestras manos nos recorrieran la piel a su antojo.
Salimos de la regadera y me envolvió en su bata. Nos secamos y me llevó a la cama, entre las sábanas comenzó a besarme nuevamente, no pasó mucho tiempo para que ambos estuviéramos nuevamente excitados. Deseaba que me penetrara tanto como cuando habíamos llegado.
Me dejó abajo, me abrió las piernas y entró en mí. Me dediqué a disfrutar, me dejé llevar y hacer todo cuanto Saúl quiso. Cada posición, cada embestida era mejor. Nuestro orgasmo llegó ahora calladamente. Nuestro nuevo lenguaje estaba compuesto por monosílabos, gemidos y respiraciones.
Nos quedamos dormidos. Muy temprano, me levanté y me fui a mi casa, tenía una cita a primera hora.
Me sentía radiante, animada y poderosa. Deseaba comenzar el día cuanto antes, recordar mi noche anterior me llenaba de sensualidad. Me vestí con espero, me puse una falta ajustada y una blusa con escote, tacones, me alacié el cabello y busqué un labial rojo, quería verme provocativa.
Al salir, lo vi por la ventana viéndome, su sonrisa se mantuvo en mi mente todo el día.

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